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domingo, 31 de julio de 2011

31 de julio

A veces camino por la calle. Ahora mismo no se me ocurre algún sitio al que pueda querer o haber querido ir, pero es cierto que a veces voy caminando plácidamente por la calle y de pronto, no sé la razón, me entran unas ganas irrefrenables de echar a correr. La gente me mira. Yo corro y corro lo más que puedo. Supongo que se trata de una forma extraña de prisa. Una desvirtuación rara del tiempo, no lo sé. La gente me mira y piensa qué diablos me ocurrirá. En ese momento todo cambia. Estoy a punto de perder el tren. He robado un bolso. Me gusta estar en forma. Y ellos miran para atrás, en mi dirección y en mi dirección contraria. Se lo vuelven a preguntar. Y creo, os lo digo, que es mejor que no lo sepan.

31 de julio

Todos beben de mi locura como si mis sesos, a veces dulces, fueran un acapulco con mucho tequila y las proporciones cambiadas. El aire es húmedo y espeso, irrespirable. Sobre el puerto se agita una bruma nerviosa que se afana por dejarme el cuerpo pegajoso. Y lo digo así, como si todo mi cuerpo fuera la piel y ésta estuviera anegada en la vicosidad, como al ralentí, sufriendo, levantando de entre el barro una pierna y después la otra. Y vuelvo a decirlo así, entre el moho y el salitre, vuelvo a caer en el error de utilizar la palabra pierna para llamar a este saco pringoso. Vuelvo a obviar la sangre, el olor afrutado de las venas, el metálico tacto del triple seco.